sábado, 7 de junio de 2014

ESPERANDO A GOD.

Había una vez hace ya mucho tiempo una ciudad maravillosa llamada God. En esa época todas nuestras ciudades estaban intactas, no se veían ruinas porque la guerra final aún no había estallado. Cuando sucedió la gran catástrofe desaparecieron todas las ciudades menos God. God existe aún, si sabes buscarla la encontrarás. Y cuando llegues a God la gente te tratará como a una persona especial, única e irrepetible y podrás jugar con una caja de música que tiene manivela. Cuando llegues a God ayudarás y te ayudarán todos los seres y recogerás el escorpión que se oculta bajo la piedra de Jade. Cuando llegues a God conocerás la eternidad y verás el pájaro que cada cien años bebe una gota de agua del océano. Cuando llegues a God comprenderás la vida y serás león y fénix y cisne y elefante y niño y anciano y estarás solo y acompañado y amarás y serás amado y estarás aquí y allá. Y a medida que caigas hacia el porvenir sentirás que el éxtasis te posee para ya no dejarte más.

jueves, 27 de marzo de 2014

BLOW UP O LAS NUEVAS BABAS DEL DIABLO. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Bajé por la escalera del Hotel Lamark de la rue Marcadet 147, el domingo 7 de noviembre, justo hace cinco meses atrás. Uno baja cinco pisos toma el metro a dos cuadras, baja en la Concorde y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos, de filmar.
 Yo soy Julio Denis, argentino, profesor de Literatura y fotógrafo aficionado. Llevaba tres semanas trabajando en la escritura de otra versión de "Continuidad de los parques". Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, ganándole al viento, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y el puente Alexander III. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo caminé hasta la isla Saint-Louis y me dispuse a recorrer la ribera del Sena, miré un rato el hotel de los inválidos, y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande, me senté en el parapeto que da al río y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
          Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías  con mi Nikon de 12 megapixeles ,  ya no soplaba el viento.
          Después seguí por la orilla del Sena hasta llegar a la punta de la isla, donde hay una linda e íntima placita. No había más que una pareja y, claro, palomas. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé iluminar por el sol, cuando de pronto vi por primera vez al jovencito.
          Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo, por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huída.
          Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros  que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia, pero comprendí vagamente lo que le podía estar ocurriendo al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar. Creo que sé mirar, si es que algo sé. De todas maneras, es importante elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas, aunque es más bien difícil.
          Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo, mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta y vestía un abrigo de piel marrón. Todo el viento de esa mañana  le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y refulgente,  que atrapaba a todo el mundo a sus pies y los dejaba  terriblemente solos  delante de sus hermosos ojos negros rasgados.
           El chico estaba  bien vestido y llevaba unos guantes rojos que yo hubiera jurado que eran de su hermana mayor, estudiante de psicología o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la campera. Durante un rato no le vi la cara, apenas su perfil  y una espalda de adolescente  que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Sobre el final de los catorce, quizá cerca de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los amigos antes de decidirse por un café, un tostado o un jugo. Andaría por las calles pensando en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas  o botellas de licor. En su casa llegaría el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá. Por eso tanta calle, todo el río para él y la  París misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas de un euro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
          Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, fingiendo su hombría y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego; el mayor encanto  era la previsión del desenlace. El muchacho terminaría por inventar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a peinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente yo esperaba sentado, aprontando casi sin darme cuenta la cámara, para sacar una foto excitante en un rincón de la isla de una pareja nada común hablando y mirándose.
         Curioso de que la escena  tuviera un final inquietante esperé para sacar la foto, si la sacaba en ese momento la imagen solo reflejaría a dos personas comunes tomándose las manos. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre de pelo gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, me miraba mientras hacía que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en el reflejo de los cristales. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte del paisaje. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza, y también el joven y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la escena, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre de blanco estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como  yo ese sabor maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito contra el parapeto, los veía casi de perfil, el pelo rubio y la cara de él que era más alto.  ¿Por qué esperar más? Si tenía un zoom de 22 k, con un encuadre donde no entraba el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio que yo tanto ansiaba.
          Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin la imagen reveladora, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles, preví la llegada a la casa y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un cobertor lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla tenue, y todo finalizaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara de u a ademán de un largo juego donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.

         Sé que soy culpable de soñar literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a rumiar, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor  y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen instantánea.
          Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara la memoria de 8 gigas. Todo esto con una voz fuerte y clara, de buen acento parisino, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte, me importaba mucho muy no darle la memoria, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos y que todo el mundo se saca fotos para poner en las redes sociales. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe  se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto y perdiéndose como una saeta.
          Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la puerta del auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en el asunto. Empezó a caminar hacia nosotros. Corrí desesperado por la ribera del Sena, cada tantos minutos, alzaba los ojos y miraba para atrás, imaginaba la foto; a veces me imaginaba a la mujer, a veces el chico,  recordaba irónicamente la imagen enojada de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca, y mi huída pavorosa como de la de una pesadilla sacada de un thriller de Jason de viernes trece.
 
        Cuando desde la ventana del ático de mi casa  vi venir al hombre, detenerse cerca  y mirar hacia lo alto con las manos en los bolsillos y un aire de cólera entre hastiado y exigente, un sudor helado corrió por mi cuerpo patrón y entre balbuceos comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con dinero. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros,  no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al viejo de cara blanca y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de toda esta locura. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que mucho que ver con el silencio de la muerte. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarse hacia mí,  sentí los pasos  y ni siquiera me moví, sin perderlo de vista vi que  la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, y me apoyé en la pared de mi cuarto y sentí un ligero alivio porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo en la siguiente foto, huyendo con todo el pelo al viento llegar a la pasarela y volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca, en su puño se veía temblar un puñal filoso, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto negro que borraba la escena, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara. Un ardor agudo acarició mis entrañas y se apoderó de mí.
          

martes, 26 de noviembre de 2013

ULISES Y LA MAGA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

“Todos somos nada más que la encrucijada de un laberinto de fantasmas” ”París, 13 de noviembre de 2013.”

 A Ulises le gustaba hacer el amor con la maga Circe porque nada podía ser más importante para él, y al mismo tiempo de una manera difícilmente definible, el placer lo alcanzaba por un momento y por eso se aferraba desesperadamente a ese cuerpo y prolongaba el abrazo, era como querer eternizar ese momento y así conocer su verdadero nombre, y después recaía en una zona siempre un poco oscura que lo perturbaba porque era temeroso de las imperfecciones, pero la Maga sufría de verdad cuando lo veía regresar a sus recuerdos y a todo lo que oscuramente necesitaba pensar y no podía pensar, entonces había que besarlo profundamente, incitarlo a nuevos juegos, y la otra, la credulidad crecía debajo de él y lo arrebataba, se sentía entonces como una bestia frenética, los ojos perdidos y las manos torcidas hacia adentro, mítica y atroz como una estatua rodando por un barranco, arañando el tiempo con las uñas, entre quejidos y un ronquido exasperante que duraba interminablemente.
 Una noche le clavó los dientes, le mordió el brazo hasta sacarle sangre porque él se dejaba ir, un poco perdido en sus divagues, y hubo un confuso cruzar de miradas sin palabras, Ulises sintió como si la Maga esperara de él la muerte, algo que en ella no era normal, un oscuro deseo reclamando una aniquilación, la lenta carcajada que rompe las estrellas de la noche y devuelve el espacio a las preguntas y a los terrores. Sólo esa vez, descentrado como un matador mítico para quien matar es devolver al minotauro al laberinto y el mar al cielo, se aferró salvajemente a la Maga en una larga noche de la que poco hablaron luego, la hizo Pasifae, la doblegó y la usó como si fuera una muñeca de trapo, la conoció y le exigió las servidumbres de la más sometida mujer, la magnificó , la tuvo entre los brazos oliendo a secreciones, le hizo beber su humanidad que corría por la boca como desafío a los Logos y las Pausas, le succionó la eternidad milenaria de la grupa y se la alzó hasta la cara para untarla de sí misma en esa última operación de conocimiento que sólo el hombre puede dar a una mujer, se fundió con la piel, el pelo y quejas, la vació hasta lo último de su fuerza magnífica, la tiró contra una almohada y la sábana y la sintió llorar de felicidad contra su cara.
Luego fueron a tomar un café al Old Navy en el boulevard de Saint Germán y esa noche los dos cerraron un candado de vagas promesas en la telaraña de amores del Pont des arts y la llave la tiraron al Sena.

NOSOTROS Y CORTÁZAR. Por Carlos Rafael Landi

Nunca tuve la dicha de encontrarme con Julio Cortázar en persona. Nunca coincidimos en ningún evento. Nunca fui a que me firmara alguno de sus libros, y estoy seguro de que he leído prácticamente todos. Nunca le mandé una carta. Ni lo visité en ninguna de sus casas parisinas. La de la rue Martel, o la de la rue de L’Eperon, un pequeño apartamento en un tercer piso sin ascensor donde había una plaquita con su apellido en el portal, Cortázar, y al que acudían todos los escritores jóvenes que pasaban entonces por París, a quienes siempre recibía, generoso y atento, con sus erres guturales, su mirada melancólica y sus manos afectuosas. Nunca me crucé con Julio en el metro. Ni lo seguí por un museo o un parque. Así que guardo de él una imagen un tanto legendaria, soñada o ideada, de historias que me han ido contando o que he descifrado. Nunca hubo un momento para estar con él, hace años, todos los de mi generación literaria queríamos ser Cortázar. Aquel Cortázar de rostro juvenil, alto y despeinado, con anteojos y barba que vivía en el París de las mañanas grises y que pasaba sus tardes en el café Old Navy en el 125 del boulevard Saint Germain. Pero por fortuna conocí en París a Marcel Mallamard, erudito de la obra de Cortázar, la tarde del 12 de noviembre, y me contó que Julio tenía una gata, Flanelle que caía de vez en cuando a la calle desde alguna ventana, y perdía, abajo en el asfalto, una o dos de sus vidas, se sabe que los gatos franceses tienen nueve y son con ellas muy meticulosos. Me habló de aquella casa cómoda y luminosa, llena de discos y libros, y de un rincón de lectura en el que había un sillón verde aterciopelado y una mesa con lápices y pipas, un cenicero y una pirámide de cristal con una torre Eiffel en su interior. La había comprado en una tienda de antigüedades por la que pasaba casi a diario y ante cuyo escaparate se paseaba distraído. No se había atrevido a preguntar el precio pensando que costaría una fortuna. Pero un día descubrió que ya no estaba y le sobrevino un extraño e irreparable sentimiento de pérdida. Cuando por fin se decidió a entrar a la tienda, seguro que ya estaría vendida, y preguntó por la pirámide, le dijeron que solo la habían retirado para limpiarla, y se la llevó en ese mismo instante. Y recordaba siempre, divertido, lo barata que al final había sido y lo infundado de sus temores. Ahora la pirámide estaba allí, encima de su mesa, al lado del sillón de patas cortas en el que encajaba justo, largo y huesudo, sus piernas plegadas como un atril, para leer fumando y escuchando a Ray Charles. Cortázar murió en París el 12 de Febrero de 1984, lo enterraron el martes 14 de Febrero , un día frío y gris, en el cementerio de Montparnasse, donde a media mañana llegó un furgón funerario oscuro , tal vez azul o negro. Lo esperaban muchos de sus amigos y su viuda Aurora Bernárdez, que lo atendió en los últimos meses. Los operarios introdujeron el ataúd en la misma tumba donde estaba enterrada Carol Dunlop, su última pareja que había fallecido dos años antes. Todavía es costumbre dejar sobre la lápida, como recuerdo, frases, libros, cigarrillos, flores secas, cartas, monedas, tickets de metro, dibujos con una rayuela, y a veces un libro abierto de Borges o un paquete de cerezas. La tarde apacible del martes 12 de noviembre de 2013 Inés y yo le dejamos un ticket de metro, y Monsieur Mallamard nos sacó esta foto:

viernes, 28 de septiembre de 2012

ESA MUJER. Por Carlos Rafael Landi

El libro era muy bueno y el proyecto para editarlo era una interesante opción, pero no podía separar la mirada de sus piernas. Era la tercera vez que la veía por el asunto de la publicación del libro. No podía descifrar que misterios de su personalidad alteraban mi sistema nervioso en cada ocasión que la tenía adelante. Para terminar con la fascinación
que me causaba su presencia decidí rechazar el proyecto cuya lectura me resultaba muy inquietante, para no volver a encontrarme con ella otra vez. Le escribí un mail por cierto muy
cortés y afectuoso en el cual le dije que aun a pesar de lo excelente de su obra teníamos cubierta toda la programación de publicaciones hasta el año siguiente y no podíamos aceptar nuevas publicaciones. Después de escribir el mail me sentí aliviado pero experimenté una sensación de angustia al pensar que había desechado la posibilidad afectuosa de una relación con una mujer por demás atractiva . Algunos años antes hubiera aceptado correr los riesgos emocionales que esa mujer y su libro significaban.di
Al otro día recibí la contestación de ella agradeciendo mi atención y asegurándome que pronto nos encontraríamos para ultimar detalles y tener todo previsto para el año siguiente.
Mi primera impresión fue de desconcierto. Empecé a dudar de lo que había escrito en el mensaje pero fui rápidamente a enviados y comprobé efectivamente que el mensaje era casi de rechazo como cuando vamos a solicitar un empleo y luego de tomarnos los datos nos dicen que cualquier cosa después nos llaman. La verdad es que me quedé intrigado e inquieto, pero decidí dejar todo como estaba.
Después sin que ella diera señales de vida durante el resto del invierno y la primavera, se presentó en mi despacho en los primeros días de enero justo cuando me iba a tomar vacaciones. En la estadía en las sierras de Córdoba seguí pensando en ella y me di cuenta que mi carácter se iba deteriorando paulatinamente como una fruta que madura y se descompone bajo el sol ardiente.
Me costaba dormir y me despertaba varias veces durante la noche y a eso de las cinco ya no me volvía a dormir, el resultado era un estado de agotamiento y somnoliencia durante todo el día. En losmomentos que estaba en vela recordaba sus piernas cruzándose y entrecruzándose del otro lado del escritorio., mientras me mostraba cada capítulo de su libro que rechacé sin motivos valederos como dejando pasar el tren que solo pasa una vez en la vida. En Marzo cambié de oficina y de horarios como una forma de olvidarme de ella, pero pronto me di cuenta que el olvido solo se produce en aquellos que nada tienen que olvidar.
Mientras tanto su imagen iba metamorfoseándose misteriosamente en el interior de mi mente hasta que sus piernas dejaron de ser sus piernas, su cuerpo esbelto dejó de ser su cuerpo y se convirtió en un libro.
Todo comenzó una tarde cuando imaginé que su pierna izquierda aparecía como una ilustración en el apéndice del libro que yo había rechazado. Durante un tiempo hojeaba las páginas en busca de otro indicio que mostrara más partes de ese cuerpo tan ansiado.
Pero,una mañana me di cuenta al buscar en las últimas páginas otro indicio que me indicaba la presencia de la mujer, su rostro hermoso dotado de una larga cabellera rubia al viento fulguraba a todo color.
En Junio viajé a París tratando de olvidarla. Una mañana de finales de la primavera parisina en las que se puede salir disfrutar sin abrigo, me perdí callejeando y sin darme cuenta salí a la plaza de la Concorde. Me interné por Champs Elysees y buscando el cd Soleil Blue de Sylvie Vartan entré en Virgin Megastore. Recuerdo que levanté la vista hacia la mesa de novedades de libros en francés buscando el rótulo del libro de Millás "Lo que se de los hombrecillos" cuando vi ante mi materializada su figura en la tapa del libro "La pasión según Rita ". De golpe me olvidé de todo lo que estaba buscando y lo compré inmediatamente y sin pensar víctima de un impulso irrefrenable el cual yo siempre había criticado en los consumistas compulsivos. Ahora vivo encerrado en el interior de mi cabeza pensando en ella con una obsesión que no puedo comprender todavía. A veces pienso y reniego de ese día en que apareció en mi oficina trayendo bajo el brazo su libro para publicar y se que en cada una de las teclas de la computadora en la que escribo este texto hay un guión que me es familiar y en el que está escrito mi destino y no siento apuro por leerlo. Pretendo continuar con mi locura pensando continuamente en ella.

viernes, 24 de agosto de 2012

¡FELIZ CUMPLE MAMÁ! Por Carlos Rafael Landi

Mi Madre Inés acaba de cumplir 47 años. Su primera fiesta de cumpleaños se la pagaron sus padres en pesos moneda nacional. Billetes que habían sido creados en 1942 e impresos en la Casa de la Moneda y en Inglaterra porque en Buenos Aires, por aquellos tiempos también, había habido problemas de acuñamiento y no se daba abasto con la emisión. Cuando Inés cumplió cinco años le organizaron un festejo en casa de sus abuelos en la casa de Senillosa 687 en el barrio de Caballito. Primer hija mujer, la más mimada, disfrutó de un momento que hasta hoy recuerda. La familia afrontó los gastos en pesos ley 18.188, moneda creada justo ese año, después de haberle sacado dos ceros a los billetes que vieron saldar la cuenta de su primer cumpleaños. El Abuelo de Inés era italiano, de Rossano, (Provincia di Cosenza, Regione Calabria). bien al sur. Luego de la Primera Gran Guerra había venido de esa tierra de emigrados que llegaron a “hacerse la América”. El hombre abrió su primera fábrica de calzados para hacerle honor al oficio más común entre sus paisanos, y se labró un porvenir. Para festejar los 10 años de su nieta, el abuelo Alfredo con el dinero que había juntado compró los pasajes para ir a Italia con su esposa Rosa e Inesita. ¡Volver después de más de 40 años! Dos días antes de subirse al avión, precisamente el 4 de junio de 1975, el entonces ministro de Economía Celestino Rodrigo dispuso por decreto una devaluación de más de un 150% del peso en relación al dólar comercial, una suba promedio de un 100% de todos los servicios públicos y transporte, un incremento de hasta un 180% de los combustibles y un módico aumento de un 45% de los salarios. La familia se quedó sin viajar porque los pasajes aéreos se debían cancelar en dólares con la consiguiente indexación. Los 18 años de Inés le son inolvidables. En 1982 terminó la escuela secundaria y recibió como regalo por no llevarse ninguna materia el billete de más alta denominación acuñado: 1.000.000 de pesos. La inflación galopante hizo que para su mayoría de edad debutase el nuevo peso argentino que le quitó cuatro ceros al peso ley. Eso sí: nadie imprimió billetes. Se usaban los viejos y había que hacer la cuenta del cambio. Una originalidad vernácula: leer 10.000 y pronunciar 1. Pronunció el número 1 y se dio cuenta de que no podía comprar nada más que un chocolate de pésima calidad. A los 20 fue mamá muy joven, y con mucho amor hizo bautizar a Franco Javier,su hijito, contratando una fiestita para los más íntimos que se abonó en australes. Había que sacarle tres ceros más al peso argentino. Antes que el abuelo de Franquito viera caminar a su nieto, el austral se había depreciado 5000% respecto del dólar y la palabra inflación no tenía sentido si no iba antecedida del prefijo “hiper”. Ahora no le alcanzaba ni para comprar las velitas para la torta. Cuando mi padre Carlos cumplió sus 39 años juntó unos pesos al liquidar el taller de electrónica en el que trabajaba, y que cerró por la recesión y la inseguridad. El dinero de la venta lo cobró en pesos convertibles. Cuatro ceros menos respecto del anterior signo monetario. Un desocupado más en la etapa de la vida en donde uno cree que la esperanza es ilimitada. Un peso valía un dólar, pero claro, él no podía comprar los verdes como gesto de placer para viajar a Miami, porque para eso había que tener trabajo. Se tuvo que gastar todo lo que tenía en mantener a sus críos. Se quedó en Pampa y la vía. Nunca más conseguiría emplearse en relación de dependencia. La idea de retomar el oficio de panadero de su padre le fue impuesta por la historia y no por su vocación. Con enorme esfuerzo y dedicación, Carlos aprendió a amasar pan y facturas y a vivir con lo justo para priorizar pagarle una buena educación a sus 3 hijos, y ni soñar en pagar un sistema de salud privado. Típico hijo de padres “laburadores”, no hace falta decir que los pocos ahorros que logró juntar con increíble y heroico esfuerzo se los acorralaron cuando cumplió sus 45 años, y que el cumpleaños siguiente aprendió que él que había depositado dólares, apenas si recibía papeles a largo plazo indexados por un coeficiente inventado por un argentino que había hecho sudar mucho su cerebro, para jorobar a todos los que se habían esforzado creyendo en un país pujante. Hoy compra la harina en pesos, aromatizantes para sus masas en dólar oficial y repuestos para sus máquinas de contrabando en dólar blue. No “valida” ni para 100 dólares que le permitan cruzar a Colonia, Uruguay. A mi madre Inés la encontré esta mañana leyendo en voz alta del diario que “los argentinos deberíamos empezar a pensar en pesos”, se rió y me invitó a comer en el Mac Donals de Pinamar para celebrar sus 47 años. “Hacemos de cuenta que viajamos al exterior y conocemos la patria chica de los que, seguro ahorraron en pesos populares mientras nos afanaban 15 ceros del peso argentino haciendo la revolución nacional”. La historia suele repetirse como farsa ¡Feliz cumple Inés!

jueves, 15 de septiembre de 2011

ENCUENTRO EN EL MAR I Y II

En una playa desierta, un hombre y una mujer se encuentran y, como si el viento les soplara las palabras, se miran. En los ojos de uno se reflejan los del otro. Cuatro luces en la oscuridad, y una distancia enorme que los separa. Ellos lo saben. Conocen los sueños incumplidos y los oscuros paisajes de la nada en donde todo es silencio.

Suaves palabras rompen el espacio monótono. Se reconocen por el aire que aspiran sus narices y sale exhalado como un lento suspiro.

El encuentro es cauteloso: hay demasiadas historias en cada una de sus vidas y dos vidas por vivir.

Los dos están tan cerca, que sus sentidos se crispan con los latidos palpitantes de sus corazones que permiten que la sangre corra desesperadamente, sin detenerse ni un segundo, abriéndose al acecho de grandes misterios.

Tengo sed ―dice él.
Yo también ―responde ella.

Y así se sumergen en un océano límpido y cristalino digno del más hermoso y solitario de los recuerdos.


ENCUENTRO EN EL MAR II. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Dos jóvenes convergen a la orilla del mar. Una va en dirección norte; el otro, al sur. Al final del día, se encuentran en el mismo lugar.

Estás triste.
Sí, pero la tristeza es por haberte conocido y enamorarme en un solo instante.
La flecha de Cupido está clavada en tu cuerpo, no en el mío.
Vas a morir de amor antes de que salga el sol; así descansarás de tu locura.
Yo estoy muy feliz; pero puedo ver cómo se te va la vida.
Tu herida se agranda, tus palabras huyen.
Tu corazón se detiene, enamorado.
¿Enamorado de mí?
No era una flecha cualquiera… nunca antes habían sentido amor por mí.

El silencio de la noche resalta entre el oleaje suave, dividiendo las aguas. Se miran, y comprenden.
Una camina la puesta del sol; el otro, hacia el amanecer.
Luego de caminar por los extensos médanos, dos enamorados llegan al mar. Ahí se bañan y olvidan que están hechos de tiempo y de vida. A sus cuerpos mojados se adhiere la palabra inmensidad. La joven puede nadar debajo del agua a gran velocidad; el muchacho se zambulle contra la corriente. Juegan a manotear burbujas.

¿A quién le contaremos nuestra historia? ―pregunta ella.
¿Cuál historia? ―pregunta él.

Los enamorados se sientan bajo el sol implacable y sus pies se hunden en la arena seca. Tienen sed. Saben que morirán si no encuentran agua dulce para tomar, una lluvia tenue los sorprende en la mitad de la noche.

martes, 13 de septiembre de 2011

UN HOMBRE Y UNA MUJER... Por Carlos Rafael Landi

En el mundo de las soledades, un hombre y una mujer se encuentran y, como si el viento les soplara las palabras, se miran. En los ojos de uno se reflejan los del otro. Cuatro luces en la oscuridad, y una distancia enorme que los separa. Ellos lo saben. Conocen los sueños incumplidos y los oscuros paisajes de la nada en donde todo es silencio.

Suaves palabras rompen el espacio monótono. Se reconocen por el aire que aspiran sus narices y sale exhalado como un lento suspiro.

El encuentro es cauteloso: hay demasiadas historias en cada una de sus vidas y dos vidas por vivir.

Los dos están tan cerca, que sus sentidos se crispan con los latidos galopantes de sus corazones que permiten que la sangre corra desesperadamente, sin detenerse ni un segundo, abriéndose al acecho de grandes misterios.

Tengo sed ―dice él.
Yo también ―responde ella.

Y así se sumergen en un océano límpido y cristalino digno del más hermoso y solitario de los recuerdos.

martes, 19 de julio de 2011

EL DÍA QUE CONOCÍ A INÉS. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Hay vidas enteras que nacen y mueren sin que haya sucedido nada importante, y días
que valen por toda una vida" "A partir de ahora buscaré los siempres en los jamases. La belleza en este mundo”
Muriel Barbery


Los recuerdos suelen tener la pureza de un día soleado. Tal vez por eso la imagen de Inés me viene de golpe cada vez que regreso a ese 31 de Julio. Y claro, también aparecen los días del colegio, cuando la vida apenas consistía en correr unas cuadras detrás del colectivo solo por el gusto de mirar en secreto a la profesora de Caligrafía, escuchar canciones en el Wincofon de Los Beatles, Los Gatos o Sylvie Vartan, y también tocar el bajo en el grupo Leyenda.

A veces me parece ver a Inés salir de la escuela, pecosa y exacta como hace tantos años... Sin embargo, cuando lo pienso mejor, me doy cuenta de que la vida es una especie de ilusión óptica: vemos lo que no existe o lo que existió alguna vez y que nunca más tendremos. Es entonces cuando regreso a ese día en que su imagen cambió para siempre todos mis inviernos.

Fue esa tarde de Julio calurosa. Yo tenía entonces diecinueve años y no conocía otra cosa que no fuera la adoración a ídolos o la melancolía. Recuerdo clarito cuando salió del colegio a las seis menos cuarto y la crucé en José María Moreno, casi por un azar, era un arreglo de la tía Coca. Aunque tenía miedo de decir algo que no le gustara no parecía perturbarse demasiado. Por el contrario: la hice reir.

Creo que fue justamente esa primera imagen -su rostro radiante- la que me hizo comprender que Inés no parecía de este mundo. Sólo la música me parece capaz de expresar la vehemencia que experimenté aquella tarde. Inés era hermosa, y su rostro tenía una armonía tan perfecta que no dejaba lugar a dudas: era casi un ángel.

Ese día comenzó mi locura. Empecé a frecuentar su casa con la secreta intención de verla nuevamente y hasta cometí algunos excesos, lo reconozco. Pero ¿Qué otra cosa me quedaba por hacer?. Ella había trastocado mi vida para siempre.

Le gustaba leer a Freud -lo hacía de soslayo para no levantar ningún manto de sospecha-, mientras yo me quedaba mirándola desde algún lugar distante con el enamoramiento propio de un adolescente enajenado: esperando el momento oportuno para saltar el abismo que existía entre su divinidad y mi intelectualidad reprimida.

Así pasaron varios meses en los que, con una exagerada actitud de desesperación, corría al colegio y a la casa sólo para verla. El lugar comenzó a hacerse conocido y cuando llegó la primavera me encontré invadido totalmente por el amor. A veces me escondía entre las tapas de sus libros y pasaba horas embelesado contemplando su rostro ausente, como el de un doliente al que se le acaban las oraciones. Otras veces -sobre todo cuando los amigos maliciosos rondaban el lugar- simplemente merodeaba como un perro sin dueño por las márgenes de su entorno para controlar que nadie la perturbara.

De a poco fui descubriendo que las Escrituras tienen razón. El amor es brujo: conoce los más íntimos secretos pero también exige los más grandes esfuerzos. Tal vez por eso, el amar a Inés en esa forma, significó no sólo una locura de juventud sino también mi única redención.

Con el tiempo conocí más cosas sobre ella. Supe de su interés por Vivaldi y los relatos de Cortázar (Rayuela). Pero sobre todo -y esto explica algunas cosas-, pude conocer que había nacido para mí.

Con cada palabra que pronunciábamos aparecía la sensibilidad que tiene escondida cada persona en su sombra…, en ese secreto lugar donde no existen máscaras, donde todo es humano, donde todo es casi eterno, donde se descifran todos los códigos que nos hacen vivir.

Por fin, guardé mis dudas sobre sus gustos en el bolsillo y decidí regalarle un libro, no sabía si le iba a gustar. Había trazado un plan: la esperaría a la salida de la escuela, pero un examen sorpresivo de Matemáticas se encargó de arruinarme la partida. Cuando llegué a la casa Inés ya estaba sentada en la mesa estudiando, rubia y hermosa, como si estuviera posando para un fotógrafo imperceptible. Tenía toda la nerviosidad del atardecer.

La miré inmóvil desde mi escondite, entre las hojas de un viejo libro, mientras contenía la respiración. Temía que el menor movimiento transformara mi miedo en el desencanto de ella. Mi estómago parecía sufrir las consecuencias del momento: un dolor se movía dentro amenazando con arruinar la entrega de la preciada obra, le iba a regalar "Cien años de soledad" de García Márquez y no sabía como reaccionaría.

De pronto -casi intencionalmente-, Inés miró sonriente hacia mi escondite, vió el libro y clavó sus ojos en los míos. Lo hizo con tal dulzura que una mezcla de gratitud y amor nos unió en un beso interminable. Era su autor favorito.

Después de aquella tarde la volví a ver casi todos los días de mi vida. Los años se evaporaron, Inés y yo pasamos a vivir un tiempo distinto de adultez y dejamos la adolescencia. Alguna vez volvimos a Caballito. Sin embargo, nunca más me animé a recorrer de nuevo los adoquines de la calle Senillosa.

jueves, 16 de junio de 2011

Las cinco peores desgracias que causa la humedad.

1- Pelo indomable: La humedad del aire se activa con los enlaces de hidrógeno del cabello haciendo que pierda la forma. No hay forma de mantenerlo bajo control. Se descontrola, se riza, se friza. No hay peine, cepillo, ni planchita capaz de ponerlo a raya. Ni el secador de pelo, que uno imagina que puede ser la solución, logra que conservar el peinado. El espejo revela la situación con máxima crueldad. Es como si en la cabeza llevara un gato acorralado, con el lomo erizado por el miedo. Cómo será que, en esos días, húmedos, pegajosos, pringosos, uno desea ser calvo.

2- Cacho Castaña: El cantante, el preferido de las tías que los días húmedos se rocían durante horas el pelo con spray para mantenerlo firme, se convierte en una presencia omnisicente. Como un fantasma recorre las calles, los taxis, los negocios, aquí, allá y en todas partes. Su voz, su varonil forma de compartir su arte, impregna el aire, como la ceniza volcánica. ¿Cómo? A través de los parlantes de las radios, claro, porque a los musicalizadores de las emisoras argentinas cuando hay amanece acuoso como hoy no se les ocurre mejor idea de poner "Café la humedad" por el Gran Cacho.

3- Pista resbaladiza: Salvo que uno sueñe con ser un astro del snowboard del skate y tuvo la desgracia de nacer en el corazón de la Pampa Húmeda, vaya paradoja, estos días encierran un altísimo riesgo. En las calles, sobre todo en las que son lisas, tersas, bruñidas, como el bulevar Oroño, pisar los frenos, aunque se lo haga con gran celo, puede terminar en un dolor de cabeza. Por más que se tengan las cubiertas perfectas, el auto se desliza sin control, como un esquiador aprendiz que pierde pie y cae barranca abajo en la montaña. Adrenalina pura, que puede terminar en choque. Claro.

4- La caída: No es el título de una película sobre el ocaso del Tercer Reich de Adolf Hitler, hay una película que se titula así, pero no esta. No. Se trata del desenlace inevitable de la suma de zapatos de suela, pisos de losa (como los de la peatonal Córdoda o el Paseo del Siglo) y humedad. Un tropezón, que si uno se descuida, es caída. En la calle, yendo de un lado a otro, tratando desesperadamente cumplir con las obligaciones de la vida diaria, terminar de bruces en el piso es fatal. Un peligro, pero lo peor, un papelón. Porque, como bien decía el gran Luca Prodan, "para vos lo peor es resbalar".

5- Sangre, sudor y lágrimas: Acaso sea lo peor, lo peor de todo, la transpiración. No importa cuantas veces uno se duche, cuanto desodorante se ponga, cuanto cuidado se ponga al elegir qué ropa usar, inevitablemente, el sudor se apodera de cada centímetro del cuerpo. Desde las axilas hasta los pies. Con las consecuencias no deseadas que la situación trae para propios y extraños. Sobre todo en el colectivo, en el horario pico, cuando estar "mejilla a mejilla" es inevitable, aún sin tener ningún interés romántico. Fatal.

jueves, 12 de mayo de 2011

C'est la fin de la fin du monde. Calogero


C'est la fin de la fin du monde
Même la mer ne fait plus de vagues
Cette nuit enfin tout est calme
Toutes les choses tiennent enfin debout
Les lèvres et les mains se répondent
Les mots se touchent sans heurter
Les gens qui se passent à côter
N'existe plus
Ce soir le monde dort apaiser

C'est la fin de la fin du monde
Même si ça ne dure qu'une nuit
Le monde peut écouter les bruits
Qu'ils fait sans craindre à chaque seconde
Que tout s'embrasent et qu'ils s'effacent
Qu'ils disparaissent tout à coup
Depuis que ma bouche est sur ton cou
C'est posé
Chassant toute menace

C'est la fin de la fin du monde
C'est la fin de la fin de nous
Je te promets un nouveau tour
Même si je sens que tu me sondes
Et dans mes ovnis soumarrins
Des pluies de torpilles dans le dos
Juste ma bouche posée sur ta main
L'apocalypse au point zéro
Comme les parcours sur ta peau
Ce soir
Ce soir le monde est sans fin

miércoles, 6 de abril de 2011

Una historia de amantes. Por Carlos Landi

Con la misma impaciencia de siempre, caminó apurada por las somnolientas calles del pueblo rumbo a la plaza. Después de sentarse en el banco de costumbre, observó a su alrededor, tenia miedo de que él faltara a la cita.

Él no la hizo esperar mucho, era un taxista de barrio entrado en años que la había fascinado con sus consejos y su escucha cuando ella iba al gimnasio a practicar “Pilates”, sus dos manos bordearon la cintura de la mujer y la obligaron a mirar hacia atrás. Vamos es tarde, le dijo apenas pudo apartarse de la boca urgida por el deseo y con una fuerte presión de su cuerpo lo impulsó a caminar.

No quiero ir a la casa, el plan nos traerá problemas dijo él con voz temblorosa y apesadumbrado signo de desconcierto, pero de ella solo afloró una risotada burlona y provocativa, mientras trataba de estimularlo a concretar el plan que tanto habían elucubrado en sus encuentros furtivos.

El parecía un chico que necesitaba protección pero ella le decía que no tuviera miedo, porque todo iba a salir bien y necesitaban terminar con ese matrimonio de conveniencia y mentiras y la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles, resultaba sin duda el mejor sitio para disfrutar unos momentos de placer, libres de toda intromisión.

El hombre del sillón no oiría los pasos, afirmó ella en un intento de justificar la seguridad del plan y poco a poco el pánico de él se fue diluyendo por la fuerza del atractivo de la aventura compartida casi todas las noches. Estrechados en un abrazo que alentaba un pérfido deseo, se alejaron de la plaza y se internaron por un largo y angosto sendero bordeado de frondosos árboles que desembocaban en una cabaña, el chicotazo de una rama lastimó la cara de él, más allá la casa de aspecto importante, apenas iluminada por la tenue luz de una luna creciente.

Durante unos minutos observaron con los binoculares a través de la ventana, el interior del estudio donde habían estado con mucha frecuencia no sólo en las últimas semanas, sino también durante varios años atrás, al hombre leyendo en su sillón favorito de espaldas a la puerta.

Ella lo acarició y le dio ánimo, pero él rechazó las caricias, el vértigo de la hora final se acercaba. Por fin marchó apresurado hacia la finca , un puñal yacía tibio en su pecho el común anhelo de libertad lo impulsaba con reconfortante alivio, penetró como un ladrón furtivo en la tenue penumbra y el conocimiento adquirido a lo largo de muchos años les permitió moverse con rara habilidad entre los objetos y muebles. El perro no ladró, el mayordomo tenía su día de licencia, comenzó a subir los tres peldaños del porche con creciente impaciencia y entró en la sala azul, surcó la galería, subió la escalera alfombrada nadie en la primera habitación, lo mismo en la segunda, abrió la puerta del salón y apareció en el recinto donde conseguirían una intimidad perfecta, arrebatados por el amor y la dicha. Allí vio al hombre leyendo en el sillón se acercó con mucho sigilo, empuño con fuerza el puñal, el hombre giró su cabeza y lo miró a los ojos, luego sintió una detonación, un fuerte estremecimiento lo sacudió y comenzó a temblar como una hoja, una gran mancha púrpura le cubrió el pecho. El plan se había consumado.

lunes, 4 de abril de 2011

1970. POR CARLOS RAFAEL LANDI


Cruzó rápidamente los largos patios que llegaban al baño del fondo de la casona de la calle Doblas. Estaba solo y su necesidad de orinar era apremiante.

Sació su impulso y cuando apagó la luz del último patio, ella estaba allí, en la oscuridad intensa brillando con su palidez espectral.

El terror lo paralizó, la miró fijamente y corrió descontrolado por los patios de la vieja mansión solitaria.

La brutal imagen lo siguió haciendo zigzag hasta la puerta cancel.

Nunca más volvió a entrar a esa casa.

FIN DE RELATO. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Se lo veía inclinado en la silla, mirando el teclado del ordenador, ensimismado, buscando una palabra imposible para el final de su cuento de horror.

Se acercaba el crepúsculo cuando sonó el timbre, se enderezó bruscamente y se acercó con cautela a la puerta, puso el ojo en la mirilla cuando el timbre sonó por segunda vez.

Un sudor frío recorrió sus entrañas, abrió la puerta sin quitar la cadena, una mano sudorosa le entregó un sobre, lo abrió cautelosamente, había una sola palabra, tembló como una hoja y un frío gélido abarcó su humanidad. El relato había terminado.

PARIS...


Mi mente vuela por cada rincón del corazón buscando una razón para olvidar. Las noches son oscuras y los días luminosos. El corazón se me acelera cuando recuerdo nuestros paseos por París y cómo por casualidad llegamos a encontrar el rincón más maravilloso del mundo en forma de bateaux.

También recuerdo que un día soñé con ser actor y despedirte desde el muelle junto al Sena. A vos no te provocaban ilusión las despedidas.

Yo estaba acostumbrado a ellas como para no saber apreciarlas.

Vos me enseñaste a no pensar en el futuro y ahora me tenés pendiente de él.

Pero no inporta, el futuro es tan incierto como un pasado, del que sólo se dicen viejas y hermosas palabras o increíbles mentiras. Todo se confunde en lo profundo del corazón.

Ahora trato de olvidarte y los ojos se me nublan, No sufras porque en esta ciudad nadie me mira a los ojos..

CONSULTORIO DE BELLEZA. POR CARLOS RAFAEL LANDI


En medio de la lluvia de arroz, los flashes, la emoción de los testigos, la alegría de familiares, amigos, y con la libreta roja en sus manos, reciben una única advertencia que casi no se escucha: "Los esposos se deben mutuamente fidelidad, asistencia y alimentos". Se firman las actas y empieza la fiesta.

Tenía una mujer bella y esbelta, con una enorme obsesión por el método "Pilates", un patológico sentido estético la llevó a parecer hermosa y a conseguir una fuerte seducción entre los hombres: cada vez que caminaban juntos por la calle, muchos giraban siempre la cabeza para mirarla. Ya era un espectáculo desagradable e invariable. Y aunque él no se sentía celoso y tenía ciertos atractivos, en su interior albergaba la horrible sensación de estar ubicado un peldaño más abajo de su fulgurante esposa.

Un atardecer de primavera, mientras él preparaba con esmero un asado a la parrilla, ella bromeó al pasar sobre su pequeña "pancita".

Él se observó varias veces en los distintos espejos de la casa y durmió con mucha pesadez. Se trataba de unas pequeñas adiposidades que sólo quedaban de manifiesto con una remera muy ajustada. pero dentro de su mente fueron metamorfoseándose en ampulosos depósitos de grasa acumulada.

Esa misma semana buscó en internet un lugar especializado en adelgazamiento y así concurrió lleno de esperanzas de verse mejor para agradar a su hermosa mujer. Era un consultorio de primera línea y muy serio: le hicieron análisis generales y le dieron una dieta baja en calorías y un especial cronograma de ejercicios a cargo de un personal trainer .

Después lo convencieron de que era necesario un tratamiento "full".

Empezaron con una lipoaspiración, el primer diagnóstico tenía como conclusión que ni siquiera con "Pilates" sudor y constancia lograría quitarse esa horrible grasa localizada.

El éxito de la operación lo llevó a sesiones de botox para eliminar diminutas arrugas en su rostro, y a otro ,y a otro procedimiento en una compulsión obsesiva contra las imperfecciones faciales, y más tarde a compras extenuantes de productos antiage en cada perfumería que pasaba.

Fue un verano triste y conmovedor: un hombre simple, no mal parecido decidido a transmutarse a sí mismo ante los ojos azules y camaleónicos de su deslumbrante mujer, aunque en verdad se vieron muy poco durante ese estío, dado que las exigencias de los médicos y esteticistas que lo atendían eran muy estrictas.

Desde que se levantaba y la noche, después del trabajo asistía a diferentes consultorios y luego corría tres horas por plazas y avenidas, pasaba una cantidad asombrosa de tiempo dedicado a su gran cambio.

El sistema de embellecimiento, cuando llegó el otoño, incluyó tratamientos capilares para darle más cuerpo a su pelo, y consiguió una depiladora de torso, espalda y piernas.

Ya en este tiempo, parecía un actor de televisión de alto vuelo. Había adelgazado diez kilos y contraído desprecio por determinadas comidas.

La parrilla de su casa que con tanto esmero había hecho construir era un conjunto de hierros oxidados y fuera de circulación.

En los días de la semana santa, su mujer lo dejó por un taxista entrado en años, gordo y de abundante calvicie que la había fascinado con sus consejos y su escucha cuando ella concurría al gimnasio a practicar “Pilates”.

RONALDO. POR CARLOS RAFAEL LANDI.


Volví la cabeza para mirar al perrito negro ovillado frente al árbol de la esquina. Podía estar muerto o dormido. Sonreí al descubrir que era una bolsa con basura que temía la forma de un perrito gordo. La miré con cariño porque en mi mente estaba la imagen del animal moviendo tímido la cola. Si hubiera sido un perro, lo hubiera invitado a irse conmigo. Tantos años pensando en la soledad, tantos perros callejeros en los cuales nunca me fijé… Le hablé en voz baja para no alarmarlo, le conté pedazos de mi vida mezclados con algunos anécdotas que viví cuando era chico y que justo ahora recordaba: La vez que mis viejos se escondieron y me quedé solo en la calesita y de la desesperación me tiré andando y me raspé todas las piernas .Cuando choqué con la bicicleta de Paladino y me partí un diente que quedó incrustado en su cabeza y otras cosas más. Mirando la bolsa con ternura poco habitual en mí, le susurré al oído palabras que ignoraba de dónde venían: compasión, ternura, amor, entrega Sentí más lástima por él que por mí mismo. Lo habría llamado Ronaldo si hubiera sido un perrito. Me agaché, le di palmaditas y me despedí. “Adiós, Ronaldo”. Sin darme cuenta, la bolsa me siguió durante varias cuadras sin acercarse a mí, la perdí de vista cuando crucé la avenida 41. ¿Ronaldo? lindo nombre me dijo Inés cuando llegué a casa.

LA ELEGANCIA DE SILVIA. POR CARLOS RAFAEL LANDI


“Yo en cambio hace tiempo que aprendí que la vida se pasa volando, mirando a los adultos a mi alrededor, tan apresurados siempre, tan agobiados porque se les va a cumplir el plazo, tan ávidos del ahora para no pensar en el mañana… Pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, y cuando no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy”
Muriel Barbery




Silvia se esforzaba mucho en sus intentos de cambiar actitudes para vivir una vida plena y sin tantos sobresaltos. Ya había intentado a través de infinitas terapias y libros de autoayuda, pero siempre terminaba en un nuevo fracaso

Comenzaba con los cambios siendo firme y decidida, con la vista puesta en su mundo de sueños y utopías. Así cuando sentía que las fuerzas le jugaban una mala pasada recordaba la maravillosa vista del lago de Embalse en Córdoba y el hermoso bosque que lo rodea, se miraba leyendo “La elegancia del Erizo” de Muriel Barbery e identificándose con René la portera del edificio de la calle en París y así lograba un sentimiento de libertad siempre añorado desde su más temprana juventud. Pero a medida que las fuerzas le fallaban, bajaba los ojos, y miraba su pasado lleno de días en los que se debatía entre ser una excelente madre, mejor docente, ama de casa ejemplar y buena esposa o concretar sus aspiraciones como escritora y lectora empedernida, pero finalmente cuando las nubes la rodeaban, y comprendía que ese día no podría disfrutar de la vista, se sentía abatida y triste pensando en el agobio que tendría que volver a soportar en su nuevo día de trabajo en la escuela.

Una de aquellas veces concurrió a la escuela el óptico del pueblo para hablar sobre su hijo, y fue testigo de su fracaso. Fue el propio González quien más animó a Silvia para volver a intentar ser feliz, y le regaló unos anteojos de sol especiales, "si comienza a nublarse, póngase estas lentes, y si comienza a angustiarse, y le duele la cabeza del bochinche póngaselos también; son mágicos, la ayudarán".

Silvia aceptó el regalo sin darle importancia, pero cuando a mitad del día volvió a sentir la ansiedad y el dolor en la cabeza, lo recordó y se puso los anteojos. El dolor era muy molesto, pero a través de los cristales podía seguir viendo el lago y el bosque en toda su hermosura, así que siguió con sus clases. Como casi siempre, la mala suerte volvió a aparecer en forma de gritos, de insolencias, pero esta vez eran tan ligeras que podía seguir viendo el lago y el bosque a través de las nubes.

Así, Silvia siguió enseñando, olvidó sus dolores y llegó al final del día feliz. Valía la pena. Su sensación de triunfo fue incomparable, casi tanto como aquella maravillosa vista, custodiada por el silencio y con la montaña rodeada de un denso mar de nubes, ya no recordaba que fueran tan espesas; entonces miró las lentes cuidadosamente, y lo comprendió todo: el óptico había grabado una difusa imagen en los cristales con la forma de un lago y una cumbre nevada, que sólo podía percibirse al dirigir los ojos hacia arriba. González había intuido que en cuanto Silvia perdía de vista su objetivo, se dejaba llevar y perdía la ilusión para seguir viviendo.

lunes, 28 de marzo de 2011

LA OTRA CASA TOMADA. POR CARLOS RAFAEL LANDI

Habíamos logrado huir de la prisión tres días antes de arribar a la casa. Fui yo el primero en despojarme de las esposas. Tras liberarme a mí mismo recordé los cálculos hechos con mi compañero de los cambios de guardia, de las horas y minutos que tomaba cada relevo, sabíamos cuando llegaban los guardias mas flexibles; repasé los cálculos de la altura desde la que nos teníamos que deslizar con los pañuelos atados entre sí, aseguradas en la parte débil por las mismas correas que ataban nuestros pies; Recuerdo además cómo con un fleje de las camas, usado como llave cruz abrimos una ventana; cómo con sigilo destrozamos la persiana de madera, providencialmente atada con un cable de televisor viejo, cómo mi compañero el último en fugarse tardó en deslizarse por la hilera de pañuelos para escribir un: “ Te amo Irene” en la pared de la prisión .Teníamos un aspecto muy peculiar, andrajosos, rapados y corriendo como locos por las calles desoladas de un Buenos Aires que permanecía indiferente.

Así ganamos la lúgubre penumbra del patio y nos arrastramos cuerpo a tierra frente a los muros del centro de detención. No necesitamos mucha inteligencia para burlar la vigilancia del guardia apostado: las luces estaban altas y las sombras abundaban. Cerca del amanecer, corrimos por calles y murmullos de veredas flojas. Cerca de las siete de la mañana pasamos por enfrente de una vieja mansión estilo francés, una antigua casa que se levantaba orgullosa en medio de construcciones modernas. Redujimos el paso. Con el sigilo de vampiros hambrientos que deben cumplir además otros requisitos, como la eficacia en la extracción antes de ser descubiertos - por eso atacan preferentemente a animales dormidos- nos metimos dentro y enseguida nos instalamos en la parte más lejana de la casa, en el último patio que una puerta de roble dividía. Con los días supimos que la casa estaba habitada se oía el diálogo de dos personas preocupadas, aunque no por eso nuestras costumbres cambiaron ni se postergaron nuestros planes. Al contrario, mientras se sucedían los días, fuimos avanzando hacia los demás sectores de la casa, hacia las otras dependencias, hacia el comedor y la espaciosa biblioteca llena de literatura francesa de antes de la segunda guerra mundial. Llegó un punto en que las lecturas nocturnas, yo sabía francés, se convirtieron en la única distracción y en una obsesión maníaca. Cierta noche los habitantes decidieron cerrar este lado de la casa y le pasaron cerrojo a la puerta de roble. Pero, poco después, cuando conseguimos abrirla, oímos con mi amigo que después clausuraban la puerta cancel y cruzaban con paso nervioso el zaguán de mayólicas. Con los ojos contra el vidrio biselado vimos cómo los habitantes, parecía un matrimonio, abandonaban presurosamente la vivienda. Luego el hombre tiró la llave a la alcantarilla y ambos se perdieron bajo el denso manto de niebla de la noche, sin más pertenencias que lo puesto.
Desde entonces la casa, la desolada mansión, se constituyó en nuestra cómoda prisión, en nuestro nuevo sufrimiento. Nunca encontramos la llave de la ampulosa puerta de calle. En el barrio los vecinos afirman que es una casa tomada.

lunes, 10 de enero de 2011

EVA POR MARÍA ELENA WALSH.

Calle Florida, túnel de flores podridas.
Y el pobrerío se quedó sin madre
llorando entre faroles sin crespones.
Llorando en cueros, para siempre, solos.



Sombríos machos de corbata negra
sufrían rencorosos por decreto
y el órgano por Radio del Estado
hizo durar a Dios un mes o dos.

Buenos Aires de niebla y de silencio.

El Barrio Norte tras las celosías
encargaba a París rayos de sol.
La cola interminable para verla
y los que maldecían por si acaso
no vayan esos cabecitas negras
a bienaventurar a una cualquiera.
Flores podridas para Cleopatra.

Y los grasitas con el corazón rajado,
rajado en serio. Huérfanos. Silencio.
Calles de invierno donde nadie pregona
El Líder, Democracia, La Razón.
Y Antonio Tormo calla "amémonos".


Un vendaval de luto obligatorio.

Escarapelas con coágulos negros.
El siglo nunca vio muerte más muerte.
Pobrecitos rubíes, esmeraldas,
visones ofrendados por el pueblo,
sandalias de oro, sedas virreinales,
vacías, arrumbadas en la noche.

Y el odio entre paréntesis, rumiando
venganza en sótanos y con picana.


Y el amor y el dolor que eran de veras
gimiendo en el cordón de la vereda.
Lágrimas enjuagadas con harapos,
Madrecita de los Desamparados.

Silencio, que hasta el tango se murió.
Orden de arriba y lagrimas de abajo.
En plena juventud. No somos nada.
No somos nada más que un gran castigo.
Se pintó la República de negro
mientras te maquillaban y enlodaban.
En los altares populares, santa.

Hiena de hielo para los gorilas
pero eso sí, solísima en la muerte.
Y el pueblo que lloraba para siempre
sin prever tu atroz peregrinaje.
Con mis ojos la vi, no me vendieron
esta leyenda, ni me la robaron.



Días de julio del 52
¿Qué importa donde estaba yo?



II
No descanses en paz, alza los brazos
no para el día del renunciamiento
sino para juntarte a las mujeres
con tu bandera redentora
lavada en pólvora, resucitando.


No sé quién fuiste, pero te jugaste.
Torciste el Riachuelo a Plaza de Mayo,
metiste a las mujeres en la historia
de prepo, arrebatando los micrófonos,
repartiendo venganzas y limosnas.

Bruta como un diamante en un chiquero
¿Quién va a tirarte la última piedra?


Quizás un día nos juntemos
para invocar tu insólito coraje.

Todas, las contreras, las idólatras,
las madres incesantes, las rameras,
las que te amaron, las que te maldijeron,
las que obedientes tiran hijos
a la basura de la guerra, todas
las que ahora en el mundo fraternizan
sublevándose contra la aniquilación.



Cuando los buitres te dejen tranquila
y huyas de las estampas y el ultraje
empezaremos a saber quién fuiste.
Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva,
única reina que tuvimos, loca
que arrebató el poder a los soldados.



Cuando juntas las reas y las monjas
y las violadas en los teleteatros
y las que callan pero no consienten
arrebatemos la liberación
para no naufragar en espejitos
ni bañarnos para los ejecutivos.

Cuando hagamos escándalo y justicia
el tiempo habrá pasado en limpio
tu prepotencia y tu martirio, hermana.



Tener agallas, como vos tuviste,
fanática, leal, desenfrenada
en el candor de la beneficencia
pero la única que se dio el lujo
de coronarse por los sumergidos.
Agallas para hacer de nuevo el mundo.
Tener agallas para gritar basta
aunque nos amordacen con cañones.

lunes, 13 de diciembre de 2010

IDA Y VUELTA

Ida y vuelta. La vida: ida y vuelta. Hay muchos que se preocupan, que tienen miedo de no volver, que sea un viaje de ida. Pavadas, la vida es ida y vuelta. Más extraño sería si yo dijera: fui, y no volví jamás. Pero yo no soy un tipo extraño, no soy "especial", lo sé, me lo dijo la Colorada. Yo soy uno más, uno del montón. Menos que del montón. Cuando te hayas ido, me decía, no me voy a acordar ni de tu cara. Tu cara, se parece a otros cientos de caras que pasaron por acá. Caras que van y que vienen, un rato, y después va y viene otra cara, y otra, y otra. Y después ya no hay más caras, es una máscara, una que va y viene, y no tiene rasgos, ni voz; a veces un murmullo si, un hummm, otras ni eso. Y ya ve usted, tenía razón, soy uno más. Fui uno más de los que van y vienen, pero nunca llegan a ningún lado.
¿Que será de la Colorada? Antes, cuando me echaba, si no podía dormir porque el guacho del Polaco estaba limpiando las mangueras -lo hace a propósito, es una de las formas en que le gusta torturarnos-, entonces me entretenía pensando qué sería de la Colorada. El último día, cuando le dije que me embarcaba, que no sabía si iba a volver, puso una cara como de decepción. Un momento, pero yo me di cuenta. Yo le conocía la cara como si se la hubiera dibujado. Ve, tenía razón, ella era especial. Las únicas caras que se pueden recordar, son las especiales: cada movimiento, cada surco, cada sonrisa, cada decepción. A lo mejor se pensó que yo algún día llegaría lejos. Capaz que se hizo la película alguna noche en vela de las que no trabajaba. Que yo tenía un montón de guita, y que la iba a buscar al puterío, y que me la llevaba a un departamento lujoso, y quién sabe si no me casaba con ella también, de puro enamorado. A lo mejor ella pensaba eso, digo yo. Pero no me dijo nada. En lugar de eso, se sacó la tanga y me la revoleó en la cara: para que te acuerdes de mí, dijo. Y a veces, cuando me echaba entre turno y turno, uno se acostumbra a las horas del arenero, es él quien marca los compases, quien vive en nosotros, es como un nene que hay que ponerle las mangueras, sacarle las mangueras, cambiarle los pañales. A veces, cuando me echaba entre un turno y otro, dormía con la tanga de la colorada pegada a la cara. Como si fuera un pañuelo, tapándome la nariz, como si pudiera, por un rato, olvidarme del aliento barroso del arenero.
Acá no hay privacidad. El catre lo usa el que no está de turno, así que nunca esta vacío. Alguna vez tuvo sábanas, pero la mayoría nos acostamos vestidos. Parecerá extraño, pero es una forma de defenderse del arenero, de seguir siendo uno, al menos en la piel que no se curte con el gasoil y el barro. Mi piel, y no una más de los que se acostaron -de los que van y vienen, porque todos van y vienen, ¿sabes?- en este catre.

El día que me presenté me explicaron todas las reglas del trabajo, todas la que están escritas, porque las del Polaco por ejemplo, no me las dijeron. Trabajás cuatro horas, dormís cuatro horas. Dormís o paveas, o haces lo que quieras, vivís. Lo que se puede vivir en el arenero. Eso lo haces unos quince días, en tandas de tres, lo que tarda el arenero en trepar el río hasta donde se puede chupar, casi un día que se la pasa chupando, y después la vuelta y la descarga. Así vas y venís cuatro veces, y después, tenés unos tres días francos, que luego aprendés que son menos, eso no te lo dicen, porque muchas veces el río está bajo, y no se puede atracar, o se atrasa porque hay que dejar paso a otro barco, y resulta que en una curva del río te comes cuatro, a veces cinco horas de espera, mientras el otro maniobra. Pero nadie se queja, llegar a puerto es un día de fiesta. Para todos, menos para mí. Para mí no hay nada en el puerto. Ni siquiera la Colorada.
El Polaco tiene una mina, dicen, porque él nunca habla nada. El Rata siempre tiene alguna colegiala que le de bola, y Paquete se la pasa en los puteríos. Dice que las putas no le cobran, por el tamaño. Dice que las tiene locas a todas. Pero de una forma u otra, siempre vuelve sin un mango, y termina mangueándome la yerba a mí o al Rata. Con el Polaco no se mete, aunque son compañeros de guardia. El y el Paquete hacen un turno, el Rata y yo el otro. El Polaco le dice Paquetito, le toca el culo. Si a algunos de nosotros se nos ocurriera hacer lo mismo, nos destrozaría; pero cuando se lo hace él, no dice ni “mu”. Me contó el Rata, que una vez se agarraron a trompadas. El Paquete se le fue al humo, y el Polaco lo surtió mal. Le dejó la cara arruinada, y para peor, cuando lo tenía drogui en el piso, se la dió. Dice el Rata que el otro casi ni se movía cuando el Polaco le daba, que estaba como inconsciente. Y después de esa, nunca más. Se hablan lo necesario, pero andan siempre con cara de perro. Yo creo que cualquier día de estos el Paquete se la devuelve, al fin de cuentas, todo es ida y vuelta en la vida. Y va a ser jodido, porque el guacho anda armado de veras, da miedo. A mí si me preguntan: yo no vi nada.

El primer franco me moría de ganas de ir a verla. La vida acá arriba es distinta. Hay más tiempo para pensar, o eso es lo que uno se cree al principio. Hasta que se acostumbra. Después entrás en una especie de sueño en vela, dormir entrecortado ayuda, y pasa el tiempo sin que uno se de cuenta. ¿Cuántos días? ¿Cuántos meses me la pasé sentado en el borde del arenero, con los pies metidos en el agua y mirando la nada. Esperando encontrar la tanga de la colorada, enganchada en una ramita, flotando entre la basura o algún camalote, confundida con alguna bolsa de plástico. El río es lindo para los que vienen de visita. Pero si estas acá, llega un momento que te tapa. Todo es río, y no tenés ni idea si estás en tal o cual lugar, son todos iguales. Arriba del arenero, no te das cuenta si es de día o de noche, si es primavera u otoño, si sos viejo o si sos joven. Acá es siempre lo mismo. El tiempo no corre en el agua: el tiempo es agua, y si vas a favor o en contra de la corriente, te juega sucio: hace cosas raras. Pero de eso te das cuenta después, cuando ya sos del río, cuando pasó más agua por debajo de tus pies que suelo, cuando te mareas en tierra, cuando no sabés, o no te acordás, como volver. Al principio es todo distinto, es algo nuevo. Se extraña la gente, el barullo. El arenero va rumiando su sueño de gasoil día y noche, y parece que te vas a volver loco. Entonces no ves la hora de tocar puerto, tierra, vida. Y me moría por verla, pero el primer franco todavía no había cobrado, no me habían hecho los papeles, y entonces me tiraron unos pesos adelantados, que eran pocos, y yo no quería mostrar miseria. Por algo me había ido, no para volver con chauchas.
Me aguante. Espere como un desesperado, ida y vuelta: río arriba y río abajo. El segundo franco también me moría por verla, pero no fui. Había juntado unos buenos mangos, y si esperaba unos francos más, me iba a alcanzar para alquilar un departamentito, para llevármela, para hacerla vivir como se debe. ¿No era eso lo que ella soñaba? Lo que me había mostrado en aquella cara, decepcionada, furiosa casi. Era su sueño, y quién se lo iba a hacer realidad sino yo. ¿Alguno de los borrachos que la iban a ver? No tienen más que para visitarla una vez por quincena, y a veces ni para pagarse los tragos. En eso me podía estar tranquilo. El único que me la podía llevar era yo. Yo era especial, aunque ella no lo quisiera creer. Yo iba a ser especial. Aquellos días dormía con la tanga agarrada bien fuerte bajo la almohada. La cama olía a la Colorada y no a gasoil, y ni el barro de las mangueras podía ensuciarme. Yo soñaba que me esperaba en el puerto, que cuando llegaba el arenero ella me estaba esperando con el vestidito ese floreado que le vi una vez, que corría a mi encuentro y me abrazaba. A veces, hasta venía con un pibe en brazos. Uno como yo, pero chiquito. Y entonces me entraba un ardor en los ojos, y me tapaba la cara con las sábanas para que no me vieran. ¿Cuántas lágrimas tendrá guardada esta almohada? Seguro que no son todas mías.
Mientras tanto, iba entendiendo como eran las reglas del arenero. No los turnos y las mangueras, eso lo aprendés en un par de días. Lo difícil: sobrevivir en el arenero. Esa sensación del perpetuo cansancio que las cuatro horas de sueño no te alcanzan a sacar, y que se hace todavía peor cuando subís a cubierta y lo único que podes hacer era mirar el río, siempre marrón, y la costa, siempre verde, y discutir si aquel era el arenero de Manzotti, o si el que se había varado había tenido mala suerte, o si era un imbécil que no podía compararse con alguno de nosotros. Para cuando pasan unos meses arriba del arenero, te sabes la vida y obra de todos los demás, y ellos conocen la tuya. Y entonces solo se puede hablar de lo que hay, de lo que se vive, de lo que se respira. Y eso es siempre el río.

Un día me decidí. Había juntado como para alquilarme una casita chiquita, o un departamentito, a lo mejor a ella le gustaba más vivir en un departamento. Hay gente que sufre mucho la humedad. Aunque mi recuerdo de los pies de la Colorada son siempre calientes, como manos que te aferran, como enredaderas que te atraen, que no te dejan escapar. La Colorada sabía como exprimir a un hombre, como hacerlo sentir que la única forma de sobrevivirla era entregándole todo lo que se tiene.
Ese día el río estaba de mi parte, algún tiempo después me pregunté si sabría lo que iba a pasar. Ahora estoy seguro. Llegamos con la alta, y ni bien amarramos yo ya estaba abajo, listo para irme hasta la Constitución, a ver si me compraba unos pantalones nuevos, una camisa. Al final terminé comprándome un trajecito que me ofrecieron en tres cuotas. Volví al barco para cambiarme, me bañé y para eso de las seis salí al ruedo. El pelo todavía mojado, el traje con olor a recién comprado. Me sentía un tigre caminando por la Cazón, si hasta me daban ganas de rugir cuando pasaban las viejas. Un par de minas me miraron de reojo en la sombra de un Bar, pero yo solo tenía una mujer en la cabeza: alta, de crenchas coloradas que se sacudían con su cuerpo, blanca como la nieve, siempre de rojo. La Colorada era el dragón de la noche, y yo... yo estaba dispuesto a que me comiera vivo.
Ahora me pregunto si el que me haya dejado el bufoso en el arenero fue un error de mi inocencia o una oportunidad del destino, que me hizo volverme por dame tiempo a pensar. De una forma u otra, cuando uno tiene la muerte en los ojos, ya no hay quién que se la saque. Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Cuando uno mató a una persona en la cabeza, ya esta muerta; se aprieta el gatillo para cumplir una mera formalidad, para que el rugir del arma lo convenza a uno, lo amaine.
Cuando entre al Tigre Dorado, la vieja Vargas me puso el alto. Me dijo que estaban completos por la noche, que me fuera. Que así vestido le espantaba a los clientes, que la Colorada no trabajaba más ahí. Que me fuera, que me volviera, que esa noche no. Mira que pintón que estas, andate a la Cazón, haceme caso. Buscate una buena piba. Vos no tenés nada que hacer acá.
Parece que no elijo bien las cosas, o la gente no me quiere. El Polaco, el primer día que subí al arenero me dijo: ¿y vos que haces acá? Sos muy blandito, pibe. El arenero te va a comer los huesos. Raja, que todavía podes. Tal vez tenían razón, pero nunca fui muy bueno escuchando consejos.
Discutí con la vieja hasta que se abrieron algunas puertas. En eso apareció un cana en calzoncillos, con la camisa azul desabrochada y la reglamentaria en la mano, pero la vieja lo tranquilizó, y el grandote bigotudo se volvió a meter en la habitación, protestando como perro demasiado grande cuando lo chumba un chiquito. Yo no oía nada. La vieja me hablaba y me hablaba, pero yo miraba por encima de ella, a la puerta de la Colorada. Yo había venido por la Colorada, y nadie me lo iba a impedir. No está, me dijo. La luz de la pieza estaba apagada, pero eso no quería decir que no estuviera. A lo mejor, el que estaba con ella le gustaba así, o a lo mejor no estaba con nadie, a lo mejor dormía. A lo mejor, desde que yo me había ido, no había querido estar con nadie más. Se había pasado los días casi sin comer, esperando mi regreso; el regreso de una esperanza, de un futuro. A lo mejor, hasta se había enfermado de no comer, y la vieja, sabiendo que la Colorada se moría, no quería darme la mala. O a lo mejor me tenía bronca, porque la había visto palidecer sin que yo diera señales de vida. Hablaba y hablaba, pero no podía entender lo que me decía.
En un momento no aguanté más. La puse a un costado de un manotazo que la dejó tambaleante, y me fui para la habitación. Ya sabía lo que me iba a encontrar, pero no me encontré nada. Me imaginaba a la Colorada en la cama, pálida, medio muerta, rodeada de un grupo de compañeras que en vano querían hacerle comer o tomar algo. Y entonces yo llegaba, y ella me veía, y con la última sonrisa de su mano en mi mano, moría.
No alcancé a llegar. Vi que algo se movía a mis espaldas y me volteé pensando que era el cana que se me venía encima. La Colorada, vestida como una dama de sociedad, venía del brazo de un compadrito que sabía pasearse por el Canal haciéndose el duro. Venía riéndose, y cuando me vio, no bajó la mirada. Venía riéndose, y era de mí de quien se reía. Me dijo, que haces pibe, hoy estoy ocupada, y siguió de largo a la pieza, mientras el otario me empujaba a un lado para hacerle paso.
Después ya no me acuerdo mucho. El arenero se me reía en la cara, y yo iba como un toro a su encuentro. Levanté la cajita de chapa que tenía escondida debajo de la cama, donde guardaba el bufoso, la plata, y la tanga de la Colorada, de la engañera, de la esperanza muerta que se me hacía piedra en el pecho.
Y me fui. El Rata me seguía desesperado. Me hablaba, trataba de que me enfriara, pero ya era tarde: ya la había matado. Lo único que faltaba era ir a ver si tenía el coraje de apretar el gatillo.
Tengo recuerdos vagos de alguna esquina de Cazón, y algún grupo de pibes que se apretujaban a la pared mientras pasaba con el arma en la mano. De alguna forma, me las ingenié para cruzar la esquina de la comisaría sin que me vieran. Se ve que había tenido mi elección antes; ahora en cambio, lo que quedaba era llegar a mi destino.
Cuando volví a entrar al Tigre Dorado, la vieja había desaparecido. No me acuerdo quienes estaban, pero escuche que alguno gritó. Abrí la puerta de un empujón, la habitación estaba a oscuras. En el recuadro que iluminaba la puerta, vi a la Colorada dormida y al otario, que se había sentado en la cama, pálido como una hoja, observando como su vida latía entre mi dedo y el gatillo.
Entonces me llegó la realidad. Como si se hubiera corrido el telón de la furia, me vi a mi mismo en la puerta, empuñando el arma, y los ojos de la Colorada, marrones como el río, como la arena que chupan las mangueras, como el gasoil que mancha las paredes del arenero. Y todos ellos, juro que eran todos, lloraban en silencio.

Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Esa noche murió ella, y morí yo. Nos morimos juntos, en nuestro departamentito recién alquilado, con el mocoso y los sueños. El Polaco sostiene que ese día me hice hombre. Tal vez para ser hombre haya que haberse muerto. Tal vez murió el de tierra, y quedó el de río. Sé que le grité puta como mil veces. La putié y reputié; y lloré mientras la puteaba con todo lo que me quedaba adentro, mientras la veía llorar también a ella, temblando. Después le di el bufoso al cana y me volví al arenero. El Rata me compró un helado cuando llegamos a la estación, y nos sentamos a comerlo en uno de los banquitos que están en la orilla. No me acuerdo de qué gusto era.

sábado, 6 de noviembre de 2010

LA VECINA DE ENFRENTE. POR INÉS CAROZZA

Agua en Buenos Aires. Hace días que llueve y agua es todo lo que ve por la ventana. Una cortina de agua se derrumba desde el cielo y no puede ver lo que pasa enfrente. Si pudiera hacerlo vería al melancólico de su vecino, intentando tocar dos notas en su guitarra. El vecino es un joven alto y delgado, de aspecto tristón. Es músico. Sabe, porque él se lo dijo, que adora el jazz.

Ahora la lluvia se disipa y lo ve. Pero qué hace: ¿está loco? Sale al balcón en musculosa con el frío polar que está haciendo. ¿No leyó los diarios? ¿No escuchó las noticias? ¿No sabe de los casos de gripe con complicaciones que asolan la ciudad? ¿Qué piensa? Así no llega al concierto del sábado y con lo ansioso que estaba… Evidentemente no le importa nada, él se lo dijo, lo único que le importa es la música y su guitarra, por eso hace sacrificios, por eso vino a la ciudad. Vive en ese departamento con su tío, el hermano de su madre, en el que sólo ocupa un catre por todo espacio. Trabaja varias horas en la atención al cliente en una empresa de telefonía celular y el resto del tiempo lo pasa estudiando con un profesor.

Ya no llueve, ahora tiene libre de obstáculos la ventana de enfrente para mirar a su antojo. Él no sabe que ella lo espía, se moriría si él se enterara. Sólo han hablado un par de veces, una vez en la cola del colectivo y otra en la del supermercado, pero las colas habían sido lo suficientemente largas para poder enterarse de varios aspectos de su vida y aunque ella no quería admitirlo, él le gustaba. Le resultaba interesante esa actitud de despreocupación que tenía, que parecía estar más allá de todo. A estas alturas, el vecino ya había vuelto adentro y había cerrado la ventana, pero la cortina descorrida le permitía ver lo que sucedía. Hombre y guitarra eran uno solo. Por los movimientos del cuerpo, ella intuía los sonidos y le parecía que él se perdía en un mar de notas que salían del instrumento y de sus dedos por momentos veloces, en otros, apenas rozaban las cuerdas. Fue entonces cuando a pesar del frío se decidió y abrió la ventana. A esa hora y después de la lluvia la calle estaba tranquila, podría escuhar. Al principio apenas; luego, como si él supiera que tenía público, la melodía se hizo próxima y clara. Entonces comprendió y lo comprendió.

¿Cómo expresar en palabras todo lo que la melodía decía? ¿Los paisajes que describía en notas y arpegios? Hablaba despertando sentimientos que creía ocultos y que no querían volver a esconderse, hablaba de recuerdos y de imágenes… Era casi imposible. El lenguaje no alcanzaba para transmitir lo que sentía su alma. El placer de lo bello, la confusión y la emoción que guarda una persona en su ser. Eso sentía y eso veía reproducido en la ventana de enfrente.

Cómo podía alguien hablar en melodías. Hablar del amor, del dolor… de la vida, sin palabras. Él lo estaba haciendo y ella le estaba agradecida. Tenía ganas de cruzar la calle, tocar el timbre y decírselo, pero no se atrevía. Buscaría otra oportunidad, quizás el sábado compraría una entrada para el concierto, quizás lo esperaría a la salida, le echaría la culpa a la música y, por qué no, a la lluvia, pero lo cierto era que se había enamorado y ella tendría que usar palabras para decirlo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

LA FELICIDAD. ISIDORO BLAISTEN.


TODO COMENZÓ CUANDO AL PETISO y a mí nos echaron de nuestras casas.
Ya habíamos agotado todas las posibilidades de conseguir un trabajo remunerativo y estable. Ya habíamos hecho ocho sociedades distintas y todas habían fracasado. La última había sido un taller de fotocopias en una calle perdida donde no pasaba ni un alma. Cuando resolvimos ponernos de empleados, ya el gérmen del cansancio había madurado casi simultáneamente en nuestras esposas.
De manera que, habiéndonos perdido la confianza, tuvimos que irnos. El Petiso fue a parar a casa de la abuelita, y yo a la de una hermana.
Establecimos no vernos más. Quedarnos cada uno en su refugio y no intentar ninguna sociedad. Pero sucedió una cosa rara. Nos encontramos.
A los dos nos habían echado del empleo. El Petiso perdió su puesto de gasista y yo el de fotógrafo. No porque fuéramos incompetentes, sino por exceso de celo. El Petiso iba a una casa a colocar una estufa, y al rato ya era amigo de la señora, y le arreglaba la luz, le hacía un plano para la decoración, le cambiaba los muebles y le desarmaba el lavarropas. Y claro, se le iba la tarde.
Yo, que siempre me caractericé por inventar cosas, empecé bien. Pero a los dos días, lo convencí al patrón que sacando carnets no iba a ningún lado. La fortuna estaba en poner un solárium de invierno. Lo convencí de que comprando un gran terreno y recubriéndolo de una campana de vidrio, la gente podría tomar sol en pleno invierno. Pensé que el Petiso podría calefaccionarlo, ubicando estratégicamente enormes estufas en el recinto. Solamente la venta de la coca cola y los panchitos nos amortizaría los gastos, sin contar las ganancias en concepto de entradas. La idea prendió. Tanto que el patrón comenzó a desinteresarse de la fotografía y hasta echaba a los clientes. Se volvió taciturno y se pasaba el día junto a la mesa de retoque, meditando. La esposa cuándo no-comenzó a sospechar al ver que cada vez entraba menos plata, y una noche, antes de cerrar, se vino al estudio. Yo me fui. No sé de qué hablaron. Al día siguiente estaba despedido.
Bueno. El asunto es que pasan tres días y me lo encuentro al Petiso por Cabildo. Los dos en la misma situación. Gran alegrón, abrazos, alusiones al destino y a la magia. Le cuento lo del solárium de invierno y nos lamentamos de la falta de visión de alguna gente.
No queremos decirlo, pero los dos caminamos y pensamos lo mismo: una nueva sociedad. Al final yo no aguanto más y le enumero las nuevas ideas: un coche con puertas corredizas, un sistema nuevo de aire acondicionado que funciona con el sol: cuando hace calor enfría y cuando hace frío calienta, y muchas cosas más, pero desgraciadamente hace falta plata.
Seguimos caminando por Cabildo. Cada uno en silencio, cada uno con su visión interior distinta. Yo, con la visión de un castillo en Irlanda con una adolescente rubia, bella y tuberculosa, tocando el arpa para mí. El Petiso, que tiene alma de actor, bailaba en el teatro más importante de París, con un traje a rayas y un rancho. Estaba la reina de Inglaterra y las mujeres le tiraban flores.
Al llegar a Juramento, yo vi algo en el suelo.
Era una caja roja chata y rectangular. «Mirá eso», le dije al Petiso, que en seguida corrió, la levantó y se la puso debajo del saco. Por las dudas, cruzamos inmediatamente y dimos la vuelta manzana. Cuando retomamos Cabildo, analizamos gozosos el par de medias que habíamos encontrado. Eran unas medias negras, de ésas que se estiran. Ninguno de los dos quiso quedarse con ellas. Resolvimos guardarlas como amuleto.
De pronto a mí se me ocurrió la idea: podríamos dedicarnos a buscar cosas. Nos miramos. Y él estaba decidido.
Dejáme mirar al suelo a mí le dije, vos caminá al lado mío mirando adelante para disimular.
En la primera cuadra no encontramos nada. En la segunda tampoco, entonces el Petiso sugirió:
Una cuadra cada uno. Una cuadra yo miro para abajo y vos para arriba: en la que viene vos mirás al suelo y yo cuido para no atropellar a la gente y que no nos pisen los coches. Ese día no encontramos gran cosa. Apenas una moneda de cincuenta, una bombita de luz, quemada, dos ruleros y una escopeta de juguete aplastada por los coches y sucia de alquitrán. Pero la cosa pintaba.
Quedamos en encontrarnos al día siguiente a las nueve y media de la mañana, en Cabildo y Echeverría.
Y ese día nos fue mejor. Eran apenas las doce del mediodía y ya teníamos una birome con poco uso, un aro, cuatro monedas de diez, una caja de alfileres marca «El Jeque» completamente intacta, una traba de corbata y una malla de reloj con el papel de celofán y todo.
En un café, pusimos todo sobre la mesa e hicimos el recuento.
Además, sobre una servilleta de papel, anotamos las experiencias:
1º: El cordón de la vereda es mucho más fructífero que el centro de la misma.
2º: Las esquinas y las paradas de colectivos son más proclives a las pérdidas que el centro de la cuadra.
3º: La hora cercana al mediodía es cuando la gente pierde más cosas.
Aún conservamos en un cofre de plata, junto con el par de medias, aquella amarillenta servilleta de papel. Aquella servilleta que fue el punto de partida de toda la organización, de todo lo que vino después, de todo lo que somos, de nuestra felicidad o de nuestra desgracia.
Esa tarde descansamos. El asunto pintaba y no era cuestión de tomar las cosas a lo soldado. Ya teníamos experiencia en las ocho sociedades: no quemar todos los cartuchos de entrada.
Al otro día, otra vez a las nueve, partimos del café. Esta vez habíamos establecido un horario completo: de 9 a 12 y de 15 a 19. Cada uno de nosotros había traído un bolso y ya al mediodía comenzamos a intuir que algo extraño se estaba dando en nuestras vidas.
Durante el almuerzo, no quisimos alegrarnos mucho ni hablar mucho para no convocar a los malos espíritus, pero por dentro estábamos incendiados. Entre otras cosas sin valor, el Petiso había encontrado una Parker 51 con capuchón de oro, y yo un anillo de oro, de pibe, con las iniciales R. J. El oro comenzaba a rondar nuestro destino.
A la tarde resolvimos introducir una variante: nos separaríamos.
Caminar varias cuadras con la cabeza gacha, mirando al suelo, no es fácil yendo solo, sin acompañante que mire hacia arriba. Primero, por los árboles: en el ardor de la búsqueda, uno puede romperse la cabeza. Después, por los chicos, sobre todo las nenas; uno las puede atropellar y, al querer evitarlas o al tomarlas de los hombros, es muy probable que alguna vieja grite: «¡Degenerado!» o «¡Vení para acá nena!» o que se junte la gente y se arme un escándalo.
Pero en ese momento resolvimos separarnos. Porque también la confianza o la inexperiencia nos había hecho sobrevalorar el instinto que permite evitar el obstáculo cuando se camina mirando para abajo.
Y nos fue bien. Yo tomé por Cabildo y el Petiso por Ciudad de la Paz. Cuando llegábamos a las esquinas, el que había llegado primero esperaba al otro, y nos saludábamos con la mano, a una cuadra de distancia. Esto a primera vista puede parecer infantil. Pero no es así. El elemento psicológico es fundamental en esta profesión.
La búsqueda separados duplicaba nuestras posibilidades, al finalizar nuestra jornada, el balance de la tarde, desechando las figuritas, los peines, los billetes de lotería dudosos, una edición con tapas marrones de Naná en húngaro (que no supimos dónde ubicar), consistía en: un cortaplumas con mango de nácar, un par de anteojos sin estuche, un llavero con tres llaves, dos dijes de oro, un monedero con setecientos veinticinco pesos, un pañuelo y una moneda agujereada, un manual del alumno de cuarto grado, casi nuevo, y un pebetero de cobre envuelto para regalo.
No cabía duda. Nuestro entusiasmo era hermoso. Al día siguiente los dos, sin planear nada, llegamos vestidos con nuestros trajes de pedir empleo.
Ya había que pensar en un depósito. Decidimos que lo mejor era la casa de la abuelita del Petiso, que se había entusiasmado mucho con la nueva sociedad y nos facilitó un arcón. Pasados los primeros días de euforia, se nos presentó con claridad un problema madre: qué hacer con las cosas. De nuestra magra platita de los sueldos, ya no quedaba casi nada; de manera que al principio optamos por lo más fácil: el banco de préstamos, la calle Libertad, los ropavejeros, los anticuarios.
Por consejo de la abuelita del Petiso, destinamos parte del dinero para comprar dólares, y los pusimos a interés, y los intereses los cobrábamos en dólares, y los volvíamos a poner a interés en otra compañía para no casarnos con nadie. Y así fue como pudimos comprarnos el negocio. Pero eso vino después, cuando reajustamos la organización, dividimos la ciudad en siete zonas, y tomamos empleados. Al negocio le pusimos de nombre «La Felicidad», pero, como digo, eso vino después, cuando hicimos publicidad, cuando evadíamos réditos. Más adelante ya no nos hizo falta. Pero cómo no recordar con orgullo y emoción nuestra radionovela de las once, el concurso de los diarios, los famosos bailables «Sea usted también feliz».
Un día, la abuelita del Petiso, fue a comprar tisana purgo-laxante a la farmacia, y al pasar por el quiosco de al lado vio una moneda de cinco pesos en el mármol del umbral, debajo del exhibidor. No la levantó (la pobre no puede agacharse) pero llegó a su casa con los ojos resplandecientes. Casi no podía hablar. Nosotros en ese momento estábamos dividiendo en zonas el plano de la ciudad, y cuando nos contó lo que había visto, el Petiso y yo nos miramos en silencio. Se abría un nuevo filón.
Lógicamente, lo pensamos mucho. La experiencia nos había enseñado que nunca se debe abandonar una tarea para superponer otra.
Una investigación de mercado por los umbrales de los quioscos nos confirmó que la inversión valía la pena. Pero levantar algo de abajo del exhibidor de un quiosco, no es lo mismo que levantarlo de la vereda. El trabajo es más riesgoso. Había que inclinarse en ángulo y corríamos el albur que el quiosquero nos viera al agacharnos. De manera que cubrimos la vacante con mi sobrino. El chico tenía once años, era muy despierto y estaba en vacaciones. Mi hermana no cabía en sí de alegría. Raulito comenzó ganando veinticinco mil pesos, seis horas de trabajo, pago de café con leche y participación del dos por ciento en las utilidades. Su trabajo consistía en atarse los cordones de los zapatos frente a los quioscos, comprar piedritas de encendedor y preguntar precios.
Raulito fue el iniciador de la subempresa de los quioscos.
De manera que dividimos la ciudad en siete zonas y vislumbramos nuevas perspectivas en el trabajo. En Santa Fe y Mansilla abrimos el negocio con dos empleadas. «La Felicidad» comenzó como un mercado de las pulgas o una tienda de anticuario. Pero introdujimos una variante que nos llevó al éxito: la confección de fichas. Para ello contratamos a una asistente social que le preguntaba a los clientes que miraban:
¿Qué la haría feliz, señora?
La señora respondía:
Una lámpara antigua con tubo de opalina azul.
O un señor decía que una cámara fotográfica. Entonces la asistente social anotaba todos los datos en la ficha, y cuando se encontraba lo que el cliente necesitaba para ser feliz, se le avisaba.
Con respecto a cámaras fotográficas, filmadoras y trípodes fue muy fructífera la subempresa «Trenes Urbanos», a cuyo frente operaba un amigo de Raulito, que demostró gran capacidad en bastones, paraguas, pilotos, libros y paquetes varios.
Bueno, la cuestión es que, cuando la gente veía que «La Felicidad» se ocupaba de ella, que le avisaba y le ofrecía a un precio módico eso que colmaba sus deseos, se ponía muy contenta.
Pero fue acá donde sufrimos nuestra primera decepción anímica. Nadie se conformaba. Todos venían a pedir más cosas y la asistente social volvía a anotar nuevos pedidos en la misma ficha muchas veces. Ganamos cualquier cantidad de plata, pero el Petiso me decía, y tenía razón:
Mirá cómo es la gente. Vos te hubieras conformado con el solárium de invierno y yo con la empresa de gas. Pero éstos no. Tienen de todo y cada vez piden más cosas.
«La Felicidad» tenía esas cosas.
Pero fueron tantas las posibilidades, que hicimos publicidad en gran escala. Hicimos la radionovela de las once, el concurso de los diarios, y los famosos bailables «Sea usted también feliz». Evadíamos réditos, y nos cansamos de ganar plata.
Todos nos compramos casas. Y a nuestro gusto. Yo remocé una vieja casona en Belgrano, con parque, pileta de natación, patio andaluz y gabinete de ideas (una amplia habitación forrada de corcho y con todo el confort moderno, que usaba para pensar). El Petiso, una casa de tres pisos en Villa Luro, el último piso dedicado íntegramente a taller. La abuelita, una casita en Villa Urquiza, con una parcelita de tierra al fondo, para plantar yuyos, y un pequeño laboratorio para fabricar tisanas, y mi hermana un cómodo departamento en Córdoba al cinco mil quinientos. Todos tenemos coches.
Y esto fue lo que pasó. El Petiso y yo cambiamos de mujeres todos los meses, y las llenamos de hijos naturales que continúan nuestra empresa.
¿Pero fuimos acaso más felices? No lo sé. Nuestras esposas vinieron a buscarnos con todos nuestros hijos, y lo que sí sé es que ellas no fueron felices. Las dos se habían vuelto a casar. La mía con un farmacéutico; la del Petiso, con el gerente del Banco Nación, sucursal Villa Adelina, y las dos volvieron al cabo de los años. Pero nosotros las desdeñamos. En aquel momento no me expliqué por qué venían a nosotros. Tenían todo lo que les faltaba cuando eran nuestras mujeres, sin embargo, volvían a buscarnos, y con prepotencia todavía: esgrimían los hijos.
Otra mujer me aclaró el panorama, pero ya era demasiado tarde: pese a que no les faltaba nada, nos extrañaban. No podían vivir sin nosotros.
Mi mujer extrañaba que yo no la despertase a las cuatro de la mañana para contarle una idea que nos haría ricos; la mujer del Petiso extrañaba el lavarropas a pedal que le había construido. Extrañaban nuestras sociedades, el misterio de los nuevos empleos, el hecho de que al enchufar la plancha no se prendiesen todas las luces de la casa. Quizás extrañasen nuestra alegría.
Pero nosotros las desdeñamos. Ya tenemos muchos hijos naturales y pensamos seguir teniendo muchos más. Les ofrecimos dinero, pero no aceptaron.
De cualquier forma, el negocio de «La Felicidad» marcha solo, sobre rieles. Y ahora caminamos por la calle, sin necesidad de mirar al suelo.